Desde que descubrí a Banksy me
convertí en un fan declarado de sus obras y del personaje cuasi-mítico que se
ha fabricado en medio de su anonimato y no es para menos, pues es uno de los
máximos exponentes del arte urbano en la actualidad. Así como él, en Nicaragua
hay muchos artistas del graffiti que dejan su impronta en muros, portones, vehículos,
aceras y en cualquier espacio posible en el que puedan plasmar su arte.
Para aquellos que, como yo, surcamos
nuestra adolescencia entre los ´90 y los 2000, podemos reconocer que fuimos
testigos de una nueva forma de expresión artística que en dicho período
encendió sus primeros chispazos en el país, cuando en otras latitudes ya era
toda una corriente establecida. Pero su aparición tardía no significó que no
cobró importancia en la escena artística local, por el contrario, el graffiti
se diseminó con rapidez y agresividad por las calles de Managua principalmente,
se formaron colectivos de graffiteros, hecho que a la sazón confluyó con la
aparición de grupos de break dancers,
skaters y practicantes de otros
deportes extremos que, juntos, constituyeron el génesis de una subcultura
emergente que llegó para quedarse.
Pero mi intención aquí no es
narrar hechos ni articular un ensayo sobre el graffiti en Nicaragua, eso ya le
tocará a alguien con mayor propiedad para hacerlo. Lo que deseo es traer a la
palestra la problemática que surge en torno al graffiti como obra y al potencial
reconocimiento de derechos sobre la misma. Ante esto es inevitable no
cuestionarse ¿es el graffiti una obra apta para ser protegida por los derechos
de autor? ¿y si es así, qué modalidad de protección merece? o bien ¿qué pasa
cuando el graffiti se plasma en propiedad privada u –otro supuesto- en espacios
públicos susceptibles de reutilización constante?
Para responder a esto es
necesario situar al graffiti dentro de la categorización de obras protegidas
que establece la Ley de Derechos de Autor[1].
El art. 13 de este cuerpo normativo dice: Están protegidas por esta Ley todas las
creaciones originales y derivadas, literarias, artísticas o científicas, independientemente de su género,
mérito o forma actual o futura, tales como: (…) 6)
Las esculturas, pinturas, grabados, fotograbados, litografías, dibujos, las
historietas gráficas o cómicas y las obras plásticas en general. Después
de hacer una búsqueda más o menos exhaustiva del concepto de graffiti no me cabe la menor duda de que
estamos ante una forma de expresión artística[2] y,
por ende, que encaja dentro de los tipos de obras protegidas (al menos en
teoría) por la ley. Dicho precepto legal, sobra decir, es escueto en su
enumeración pero para nuestro placer podemos quedarnos con los enunciados “independientemente de su género, mérito o
forma actual” y “las obras
plásticas en general. Esto nos
basta, pues la Ley de Derechos de Autor es de naturaleza lato sensu, es decir que está ideada para ser interpretada en su
amplitud y no de forma restringida. Así pues, al reunir la condición de obra
plástica, cumplir el requisito de originalidad en su creación y estar expresado
a través de una forma específica, el graffiti puede ser objeto de protección de
propiedad intelectual, lo que le reconocería en principio una dualidad de
derechos oponibles a terceros:
- derechos morales: es decir, una gama de derechos irrenunciables e
inalienables que incluyen el reconocimiento de su autoría en todo momento, el
derecho al respeto de la integridad de la obra, la facultad del autor sobre la
divulgación de su obra (la cual es obvia en la mayoría de casos, pues los graffitis
están plasmados en espacios públicos generalmente), el derecho de retiro y
arrepentimiento y, subsecuentemente, el derecho de modificación;
- derechos patrimoniales: entiéndase la facultad de reproducir,
transformar, traducir, adaptar y comunicar al público la obra. Este es un
derecho que puede ser transferible por voluntad expresa del autor.[3]
Todo
está muy bien hasta acá, el panorama para los graffiteros es amplio y la ley
les otorga un reconocimiento por sus obras, del cual ellos pueden gozar y
disponer de la misma de la manera que les convenga. Pero basta un sroll down a la ley para toparse con un
limitativo art. 43, que mengua su capacidad de ejercer derechos sobre sus graffitis,
al establecer que cualquier obra situada de forma permanente en espacios
públicos, puede ser reproducida, sin autorización del autor. De manera que,
la ley actúa como un demiurgo castigador que otorga y quita a la vez, dejando a
nuestros graffiteros en estado de indefensión. Sin embargo, habrá algunos
–quizá muchos- de ellos que no tendrán objeción alguna en ver sus obras
reproducidas sin su permiso, todo lo contrario, resultaría un aliciente ver que
sus obras están plasmadas en fotografías, aparecen en videos caseros o
comerciales o son interpretadas por los estudiantes de dibujo. Al fin, este
criterio de ley quedaría a la apreciación intrínseca del autor.
Pero existen otros dos supuestos
en el que se atenta contra los graffitis y, por ende, contra su protección como
obras artísticas. En lo particular, me entristece cuando al transitar por la
calle me percato de que un graffiti que llamaba mi atención (aquí debo ser
franco, no todos los graffitis llaman la atención) ha sido removido
implacablemente y suplantado por un Coca-Cola o cualquier otra marca o aviso en
la pared. A esto es lo que se expone el artista cuando graba un graffiti sobre
propiedad privada sin autorización de su propietario. Vale mencionar que
nuestra normativa no contempla nada en el caso concreto, por lo que, bajo
préstamo de ley, tendríamos que avocarnos a lo dictado por el Código Civil, que
le da plena potestad al propietario de la cosa -en este caso del inmueble- de
disponer de ella libremente, incluyendo remover un graffiti si así le place y
sin tomar en cuenta el derecho del autor sobre su obra, puesto que para
efectos, éste se constituye en cuasi-inexistente; incluso, el propietario
tendría la facultad de ir contra el graffitero y demandarlo por daño a la
propiedad, estando el artista ante la obligación de resarcir el daño que causó
al expresarse. Así que todos sabemos
quién resulta ganador en la contienda entre bien jurídico derechos de autor vs bien jurídico propiedad privada. Pero a mí no me gusta quedarme de brazos
cruzados ante un cuerpo jurídico que –aunque como abogados y sociedad debemos
de respetar- rechina de sarroso[4].
El jurista Guillermo Navarro[5]
nos expone dos situaciones del mismo caso en el que el graffiti ha quedado
plasmado en propiedad privada y sin autorización del propietario:
1) El
graffiti es una
obra y por lo tanto
una vez fijada en el soporte el dueño del soporte debe obtener una autorización
del autor para poder borrar, quitar o modificar la obra. Inclusive deberá
solicitar autorización si quieren hacer uso comercial del material fijado;
2) El
graffiti no es una obra ya que no puede nacer un derecho – de
propiedad intelectual – por un acto ilícito como es pintar o dañar según como
se lo pueda ver un objeto (pared, tren, puertas o inclusive la calle) en forma
permanente. Pueden hacer uso de la obra, removerla, venderla o destruirla, pero
en usos posteriores deberán reconocer al autor.
Pese al reconocimiento de la
existencia de un ilícito al pintar sobre propiedad privada sin autorización, el
jurista argentino nos propone algo alentador: el propietario debe de tocar la puerta
del graffitero y solicitarle permiso para hacer desaparecer, enajenar o
modificar su obra, es decir que, con tal acto estaría reconociendo el derecho
del autor que tiene el graffitero sobre su obra. Esto, a mi modo de ver, intuye
la existencia de un equilibrio entre derecho y obligación, entre reconocimiento
y resarcimiento, y ese equilibrio podría implicar la metamorfosis de un sistema
legal al pasar de ser eminentemente sancionador a garantista de derechos
mutuos.
Ya hemos visto que la ley
permite los derechos de reproducción de terceros sin autorización del autor
cuando su obra esté plasmada en espacios públicos. Pero existe un elemento de
hecho que afecta mucho más a los graffiteros: nuestra cultura de poco respeto a
aquellos espacios que son considerados como públicos (llámese parques, plazas,
calles y otras vías públicas), que son, por default,
el último reducto en el que los graffiteros pueden echar a andar su
expresión artística sin temor alguno, que me parece que lo hacen pero tan sólo
de forma efímera, pues en cualquier momento su obra es borrada o suplantada por
pintas, afiches, avisos de marca, etc., y en esto debe mencionarse el poco
respeto de la empresa privada por los espacios públicos, ya que en su carrera
rapaz por el lucro acaparan cualquier espacio posible, sin orden, sin estética,
sin regulación, desapareciendo obras de arte en un santiamén y con brocha
gorda. Los espacios públicos deberían ser los verdaderos lienzos permanentes de la expresión de los graffiteros y el Estado
y las municipalidades deberían establecer políticas que tutelen tal derecho al
uso de la cosa pública para beneficio de la sociedad, siendo los graffiteros
parte integrante de la misma. Algo de ese ánimo se ha desarrollado en las
paredes frontales de la UCA. Según tengo entendido la universidad –que aunque
ente de carácter privado- permite a los graffiteros pintar sobre sus muros y
son ellos mismos quienes determinan qué debe estar y qué no, así muchas veces
se suplanta un graffiti por otro mejor o por otro que plantea un asunto de
actualidad o un problema social, precisamente porque el arte callejero también
puede ser un medio de protesta social, de crítica y análisis de una realidad y
de reflejo del descontento general. Ese ejemplo icónico de los muros de la UCA podría ¿por qué no? ser reproducido
en los espacios públicos administrados por el Estado y las municipalidades.
A manera de conclusión y como
propuesta, creo que el graffitero debe empezar por autogestionar sus derechos,
llevando un registro de sus obras, a través de soportes audiovisuales, difusión
en redes sociales, blogs y otros medios, de manera de que las obras sean
fácilmente reconocibles e identificables por el público y esto permita que adquieran
un valor como parte de un paisaje
urbano concreto y determinado en el que se contextualiza y al que la obra pertenece
de forma inseparable[6]. Por
otro lado, se debe generar conciencia en la sociedad, que bajo prejuicios y
percepciones erradas asume al graffiti como un producto del vandalismo, no como
una expresión artística legítima; y no menos importante, lograr agremiarse –si
es que no existe tal cosa aún- para obtener reconocimiento como un colectivo
cohesionado, establecido y movido bajo intereses comunes. Estos procesos, que
con certeza requieren tiempo, análisis y consciencia, podrían coadyuvar a
posesionar el arte del graffiti frente a un gobierno y a una sociedad que no
percibe su existencia.
Graffiti en las paredes externas de la UCA
[1]
Ley 312, Ley de Derechos de Autor y Derechos Conexos, disponible en http://legislacion.asamblea.gob.ni/Normaweb.nsf/%28$All%29/834BC642EC6D73120625726C0061759F?OpenDocument
[2]
Aquí me permito traer a colación la discusión existente, -creo yo que es más de
orden gremial- de si cualquier cosa pintada en una pared debe ser tenida como graffiti, por amorfa o antiestética que
ésta sea. Hay quienes defienden que el graffiti
se funda en el principio de “técnica libre” y que, por ende, es irrisorio
catalogar qué graffiti es malo o bueno o cual expresión debe ser excluida del
género, mientras que hay quienes argumentan su postura en que, para que una
obra se considere como graffiti debe
de cumplir con ciertos elementos, como estética y apreciación pública, y que no
basta con el hecho de haber utilizado spray o que esté grabada en la vía
pública.
[3]
Artos. 19-23 de la Ley 312
[4]
El Código Civil de Nicaragua fue promulgado en 1904 y muchas de sus
disposiciones son harto desfasadas, tradicionales y anacrónicas
[5]
Blog de Guillermo Navarro, disponible en http://www.guillermonavarro.com.ar/2014/05/propiedad-intelectual-de-los-graffitis/